Las CBDC son el destino final del dinero como medio de control

Iván Cabrera
23/03/2025

Las monedas digitales de los bancos centrales, conocidas como CBDC por sus siglas en inglés (Central Bank Digital Currencies), están emergiendo como una de las transformaciones más significativas del sistema financiero global en lo que va del siglo. Se presentan como una solución moderna para responder a los desafíos del dinero en efectivo, como el coste de su producción, su trazabilidad limitada y su uso en actividades ilícitas. También se argumenta que las CBDC permitirán una inclusión financiera más amplia, pagos más rápidos y seguros, y una eficiencia superior en la política monetaria. Sin embargo, detrás de esta narrativa de innovación y progreso, se oculta una amenaza real y creciente: la conversión del dinero en un mecanismo de control social total, en donde la privacidad individual y la autonomía financiera podrían ser completamente eliminadas.

La característica más destacada —y preocupante— de las CBDC es su capacidad de ser totalmente trazables. A diferencia del efectivo, que ofrece anonimato en las transacciones, una moneda digital emitida por un banco central permite registrar, almacenar y analizar cada movimiento financiero que realiza una persona. Cada compra, cada transferencia, cada gasto queda documentado de forma precisa en sistemas centralizados, generalmente gestionados por las autoridades monetarias y potencialmente compartidos con otras agencias del gobierno. Esto crea un archivo exhaustivo del comportamiento económico de cada ciudadano, lo que a su vez puede ser utilizado para construir perfiles detallados, establecer patrones de conducta y anticipar comportamientos. La idea de que todos los aspectos de nuestra vida financiera puedan ser vigilados en tiempo real configura un escenario distópico que anteriormente solo parecía posible en la ficción.

La programabilidad del dinero es otra de las propiedades que distingue a las CBDC del dinero tradicional. En términos simples, esto significa que el emisor —es decir, el banco central o la autoridad correspondiente— puede establecer condiciones específicas sobre cómo y cuándo puede usarse una determinada cantidad de dinero. Esto permite que el gobierno, por ejemplo, distribuya ayudas económicas que solo puedan gastarse en ciertos productos, en ciertas regiones o durante un periodo de tiempo determinado. Aunque en apariencia esto puede parecer útil para políticas públicas o medidas de emergencia, en la práctica abre un abanico de posibilidades para el control total sobre las decisiones económicas individuales. Imaginemos un escenario donde el gobierno impide el uso del dinero digital para comprar ciertos bienes, financiar protestas o donar a causas que no sean afines al poder político de turno. La libertad de elección, un pilar fundamental de las democracias modernas, podría diluirse hasta desaparecer.

Uno de los aspectos más inquietantes de este nuevo sistema es la posibilidad de implementar un modelo de dinero con fecha de caducidad o incluso con límites de acumulación. Esto significaría que el dinero, en lugar de ser una reserva de valor, se convierte en una herramienta que obliga al consumo inmediato y limita la capacidad de ahorro. En este contexto, los ciudadanos estarían permanentemente incentivados —o forzados— a gastar bajo las condiciones definidas por el emisor. La política monetaria se transformaría en una política de comportamiento, donde el dinero ya no solo es una herramienta económica, sino un dispositivo disciplinario. Esta es una desviación profunda respecto a los principios tradicionales de la libertad financiera, donde el individuo tiene el poder de decidir cómo, cuándo y en qué gastar o ahorrar su propio capital.

La implementación de CBDC también podría significar la exclusión gradual del sistema bancario tradicional, lo cual, lejos de representar una descentralización, consolidaría un poder financiero aún más centralizado. Al tener acceso directo a las cuentas digitales de todos los ciudadanos, los bancos centrales asumirían un rol que va mucho más allá de la política monetaria convencional. Se convertirían en supervisores directos de la actividad económica individual, con la capacidad de intervenir, bloquear o modificar el acceso al dinero según criterios que podrían ser técnicos, políticos o ideológicos. Esta concentración de poder representa un riesgo enorme, especialmente en contextos donde las instituciones no cuentan con mecanismos de control ni garantías suficientes para evitar abusos.

No es descabellado imaginar un futuro en el que el acceso al dinero esté condicionado por el comportamiento social o político del individuo. En algunos países, ya se han ensayado modelos de sistemas de crédito social, donde las acciones de los ciudadanos —desde pagar sus deudas hasta sus publicaciones en redes sociales— pueden afectar su acceso a servicios financieros, empleo o movilidad. Las CBDC podrían integrarse fácilmente a este tipo de sistemas, reforzando su capacidad punitiva. De este modo, el dinero dejaría de ser neutral y se transformaría en una herramienta moralizante, un premio o castigo en función de la conformidad del ciudadano con los valores y normas establecidos por el poder dominante.

Otro punto que rara vez se discute abiertamente es el potencial uso de las CBDC para imponer políticas monetarias negativas, como tipos de interés negativos sobre saldos individuales. En un sistema donde el banco central puede controlar directamente las cuentas digitales de cada persona, podría decidir aplicar penalizaciones por mantener dinero sin gastar, lo que obligaría a los ciudadanos a consumir o invertir según los objetivos macroeconómicos del gobierno. En otras palabras, el dinero dejaría de estar al servicio del individuo para pasar a estar completamente al servicio del Estado. Esto invierte el sentido del contrato social, y transforma al ciudadano de sujeto libre en engranaje de una maquinaria tecnocrática.

Además, la narrativa de que las CBDC fomentarán la inclusión financiera esconde una paradoja. Si bien es cierto que una moneda digital podría llegar a sectores no bancarizados, también implicaría que todos los ciudadanos deberían contar con acceso a dispositivos tecnológicos y conexión a internet constante. Esto podría excluir de facto a comunidades vulnerables, personas mayores o sectores rurales que no disponen de estos recursos, o que simplemente no desean integrarse a un sistema de vigilancia permanente. Así, la inclusión sería condicionada: para participar, habría que renunciar a la privacidad y a la autonomía.

Frente a estos escenarios, es urgente abrir un debate profundo y transparente sobre el verdadero propósito de las CBDC y sus implicaciones para la libertad individual. No se trata de rechazar la tecnología por principio, sino de cuestionar el modo en que se implementa y los fines a los que sirve. La digitalización del dinero puede aportar beneficios significativos, pero no debe hacerse a costa de los derechos fundamentales de las personas. El peligro no está en la innovación misma, sino en su uso como instrumento de control, censura y dominación.

La historia del dinero ha sido, desde sus orígenes, una historia de poder. Quien controla el dinero, controla las condiciones de vida, las posibilidades de acción y el futuro de las sociedades. En la era digital, esta verdad se vuelve aún más contundente. Si permitimos que las CBDC se instauren sin límites, sin transparencia y sin mecanismos sólidos de rendición de cuentas, estaremos entregando las llaves de nuestra libertad a un poder centralizado que puede volverse, en el peor de los casos, autoritario y absoluto. La batalla por el futuro del dinero es, en realidad, la batalla por el futuro de nuestra libertad.

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